domingo, marzo 24, 2013

Los días contados.



Cuando Camila sintió una mano grande deslizarse por su ropa interior, tuvo la  poderosa sospecha de que la vida no era tan perfecta como sus padres le habían hecho creer. Aquella mañana neblinosa, cuando sintió la mano debajo de su ropa interior, conoció en su pequeño y frágil cuerpo la miseria humana.

Camila tenía siete o tal vez ocho años cuando su tía y su esposo visitaban su casa cada cierto tiempo. Llegaban y se alojaban en el cuarto de visitas, frente al cuarto de ella. Se quedaban tres, cuatro días. Esos días eran bastante divertidos para Camila. Escuchaba más risas de lo habitual, veía a su padre con el rostro contento por tener a su hermana en casa, y no tenía que ir a la cama tan temprano. Sus tíos resultaban moderadamente agradables, hasta ese día en que ocurrió la primera desgracia en la vida de Camila.

Camila siempre dormía en ropa interior y con un bivirí que le llegaba a la altura del ombligo. Le gustaba sentir en su piel el frío y la suavidad de su sábana rosada, estampada con la imagen de la muñeca Barbie. Luego el leve calorcito cuando frotaba ambas piernas, encorvando su cuerpo ligeramente. Su madre intentaba persuadirla pero Camila había desarrollado una capacidad de decisión sorprendente para una niña de su  edad. Capacidad que, sin preverlo, iba educando y refinando cada vez que su madre u otro individuo, en diferente situación, intentaba persuadirla. No era una niña necia, si no inteligente al exponer los motivos que la conducían a tomar sus decisiones. Aquella noche, como todas las noches, Camila durmió solo con ropa interior.

Camila dormía plácida. Soñaba con una gran multitud que coreaba su nombre mientras ella cantaba y tocaba la guitarra sobre un escenario con luces en el suelo que la iluminaban solo a ella. El cielo está cansado ya de ver la lluvia caer y cada día que pasa es uno más parecido ayer, cantaba  Camila cuando sintió una mano tocarle el trasero. La mano empezó a levantar su ropa interior dejando al descubierto su piel. Entonces la mano empezó a darle caricias en forma circular. Por un momento Camila pensó que su sueño se había trasladado a otro espacio y que habría una prolongación que le daría una explicación a lo que estaba sintiendo. Las caricias en forma circular continuaron.  Camila supuso que había mojado la cama, hábito que había desarraigado con plena decisión hace varios meses, pero que en ese momento era considerada una probabilidad. Pensó que la mano que la acariciaba podría ser de su madre. Pues nunca nadie, además de ella, la había tocado ahí. Tal vez mi mamá está intentando cambiarme de ropa interior porque me oriné, pensó. Sin embargo, las caricias a las que estaba siendo sometida le resultaban desproporcionadas, desagradables. La mano grande y áspera empezó a acariciarla con más rapidez para luego darle suaves palmadas que iban aumentando en intensidad. La situación le resultó nauseabunda. Definitivamente no era su madre. Escuchó una respiración agitada. Unos menudos gemidos. La mano abyecta explorando su trasero. Camila se sintió desdichada, confundida, vulnerable, tendida de costado en su cama, con la sábana rosada en los tobillos y  los ojos clavados en el cielo, cielo nublado que se dejaba ver desde su ventana. Aunque intentó buscar explicaciones a lo que estaba pasando, Camila supo, desde el instante en que sintió la mano en su trasero, que todo había cambiado para siempre.

Cuando se lo contó a sus padres, Camila parecía estar tranquila. Pero algo se había destruido en ella. Esa sensación, la de la mano tocando, manoseando, explorando su trasero, quedó grabada en su piel como una cicatriz que le provocaba a un tiempo dolor y vergüenza. No recuerda qué pasó luego. No recuerda a sus padres dándole una explicación. No recuerda un solo consuelo.

Solo recuerda que al mes siguiente, sus tíos llegaron a su casa y se alojaron en el cuarto de visitas. Se escuchaban risas y la cara del padre de Camila seguía con la misma expresión de alegría.

Camila llegó a la razonable conclusión de que sus padres no podían ayudarla y llegó también a la temeraria certeza de que algún día le produciría dolor al que la sometió a esos inmundos tocamientos. Con suerte, algún día te dolerá, pensaba Camila, sabiendo que ese día era lejano, lejano pero ineludible. Así lo decidió.

lunes, septiembre 10, 2012

La foto a contraluz

Abrí la puerta de su auto y me senté en el asiento del copiloto. Esquivando sus labios le di un beso suave en la mejilla. Era sábado, aproximadamente las ocho de la noche, hacía frío. Él manejaba mientras yo me perdía entre la gente que caminaba afuera, observándolas tras la luna a medio abrir. Cuando el semáforo daba la luz roja, él soltaba el timón y me acariciaba la mano. Entonces nuestros dedos se entrelazaban de forma inevitable. Con turbulencia intensidad, aferrándose, como si no existiera nada más, como si ese fuera el último acto de nuestras vidas.

Yo estaba molesta con él por todo. Eran muchas cosas las que me pasaban por la cabeza. Había renunciado a la maestría en Brasil por él. Por no alejarme más. Pero sentía que no valoraba ese sacrificio genuino que yo había hecho. Nunca hablamos de eso, ni siquiera me lo agradeció. No es que yo esperara que él me bese los pies (aunque la idea no me desagradaba) pero sí esperaba algo más que: "Es tu decisión. Igual siempre puedes irte el otro año."

Él manejaba puteando a todo el mundo: conductores, peatones, semáforos. Era la primera vez, en cinco años, que lo escuchaba putear. Era la primera vez que me sentía vulnerable a su lado. Había momentos en los que deseaba gritarle lo que me pasaba y la forma en cómo me hacía sentir. No era solo lo del viaje a Brasil, era el acto de no haberme llamado luego del accidente, de no responder ni uno de mis mensajes, de no despedirse de mí antes de su último viaje. Él lograba empequeñecerme moralmente, no sé si era una venganza inconsciente o tal vez deliberada. De cualquier manera, a veces sentía que merecía lo que me estaba pasando.

Paramos en un fast food para comer algo. Yo ordené jugo de naranja y él, hamburguesas. Cuando terminamos y estábamos a punto de irnos, le pedí que me dejara manejar unas cuadras. Al principio no quiso porque sabía que no manejaba de noche pero finalmente accedió, pienso que no quería verme insistir o tal vez solo quería complacerme para lograr sentirse mejor. Subí, tomé el volante con ambas manos y empecé el recorrido. No hablamos nada. Yo solo podía pensar en lo que me estaba pasando. Por ahí logre escuchar que me comentaba cosas, pero no le presté atención. Hasta que escuché la palabra "viaje" y me sobresalté. Cogí con una sola mano el volante y le pedí que me repitiera. Dijo que el otro mes se iba a Canadá a estudiar una maestría, que ya estaba casi todo listo, que volvería en ocho meses y que estaba emocionado. La poca delicadeza que tuvo al comunicarme la noticia me encegueció. Apreté con fuerza el volante mientras sentía que mi odio hacia él iba aumentando así como la velocidad con la que manejaba el auto. Una cosa estaba clara: lo odiaba. Y no lo odiaba de ahora, lo que había pasado era solo una confirmación de mi odio. Podía estar segura de eso. Una gran parte de mí se había llenado de rencor. Ya no sentía ese amor puro e incondicional hacia él.

De regreso a mi casa, puse el cd de Lady Antebelum, subí todo el volumen del equipo y manejé con una sola mano, la misma que me había entrelazado minutos antes. Ahora ese parecía ser el último acto de nuestras vidas. Me sostuvo la mirada por unos segundos y luego me perdí entre las gotas de lluvia que empezaban a caer en la ventana.

domingo, marzo 04, 2012

Días como estos

Hoy me empezó mi periodo menstrual, como cada veintiocho días desde hace doce años. Siento dolor, bochorno y nuevamente dolor. También tengo infundados deseos de llorar. Pienso en todas las bromas que se hacen sobre esta etapa normal de la mujer. No es gracioso. En momentos como estos me digo que jamás seré madre.

Quiero ir a la piscina. No se nadar, pero siento una conexión especial con el agua. Me gusta sentirme dentro de ella.

También me gusta sentir el agua dentro de mí. Estoy bebiendo más agua que antes. Le encuentro un sabor agradable, más agradable que el café.

La semana pasada compré una notebook. No una portatil. Ésta tiene hojas y una pasta llena de flores de diferentes colores. Es perfecta para apuntar las nuevas palabras y frases que escucho.

Estoy cantando en la ducha. Mientras el agua cae en mi cabeza, canto. Tengo un micrófono imaginario y un público que se refleja cuando me veo en el espejo. Ésa esa es mi gente, me digo eufórica.

Me molesta no escribir. Me molesta no ser disciplinada. Me distraigo con facilidad y con frecuencia. Quiero escribir ahora y lo que venga después.

Me he dado cuenta que casi no tengo amigos. A los de infancia los perdí porque dejé de pensar igual que ellos. A los que hice después, se fueron yendo uno a uno. Siento que es mucho mejor. No me inspira confianza tener un 'millón de amigos'.

Me hace bien leer. He leído toda mi vida. No creo que la literatura se divida en buena o mala. Tampoco creo en los buenos o malos libros. Lo que sí creo es que soy una lectora en pañales.

Hay un gato en mi techo que tiene una herida grande en el cuello. Mañana llamaré a la doctora para que lo venga a ver. Le estoy dando de comer camote y pollo a la brasa. Se pondrá bien, merece vivir mucho más que algunos humanos.

Veo a mucha gente que se da golpes moralistas en el pecho. Es la misma gente que tiempo atrás ni siquiera conocían esa palabra. Estoy a favor de que las personas cambien, lo que me parece detestable es que critiquen con insistencia ciertos actos que ellos mismos hicieron anteriormente. Hay otras formas de enseñar, hay maneras. Por lo pronto, mejor se les ve calladitos.

La semana pasada vino mi familia. Mis tíos abuelos, mis tíos y mis primos. Me sentí contenta. Quiero que vengan más seguido. Ahora entiendo cuando dicen que la sangre llama a la sangre.

Días como estos camino descalza. Días como estos se reducen grandiosamente a ser mujer. A beber agua. A cantar en la ducha. A tomar apuntes. A leer. A ver al gato en mi techo. A reírme de la gente. A disfrutar a mi familia. Días como estos.


domingo, febrero 19, 2012

A Oreo


Cuando lo veo cruzar el umbral de mi puerta y posar tiernamente su mirada en la mía, siento la paz que muchas veces no logro encontrar en los humanos.

Él camina libremente y me llena de besos húmedos. Él sabe cuando he llorado. Es como si pudiera oler en el ambiente mi tristeza. Nunca pronuncia palabra. Ha desarrollado perfectamente un lenguaje que muchas veces considero superior. Sólo llega silencioso y apacible y apoya su cara en mi muslo para luego abrir sus brazos pequeños e intentar abrazarme.

Y cuando me abraza y yo lo abrazo aún más fuerte, porque soy más grande y más robusta que él, puedo sentir su niño corazón latiendo raudo y me detengo a pensar, cómo una criatura que no puede hablar, me habla, que no entiende el significado del amor, me da amor.

Cuando él me escucha reír, corre apresuradamente a verme, no importa qué esté haciendo. Entonces se abalanza sobre mí y siento cómo mis mejillas prominentes se humedecen. Me abraza con intensidad haciéndome cosquillas y se emociona tanto que intenta subir encima de mi cabeza; he llegado a pensar que quiere que vayamos a las nubes. Vive mi alegría y de una manera inexplicable me enseña, con cada uno de sus gestos, a ser feliz.

Él me ha mostrado la pureza que tanto necesitamos los humanos. El amor incondicional. La genuina amistad. Y aunque algunos pueden tildarme de lunática, me basta ver ese brillo en sus ojos marrones y vivarachos para conocer el amor en otra de sus formas.

viernes, febrero 03, 2012

Las dobles caras




Y todo empezó así. Un buen día, el director de mi Escuela me llamó y me citó en su oficina para tratar un tema del cual no me dejó ningún tipo de detalle. Seguro me va a decir que debo nivelarme en mis clases de inglés, que aún me falta presentar mi certificado de secundaria, pensé fatigada. Creyendo saber de qué se trataría nuestra breve reunión, asistí con puntualidad inglesa que dicho sea de paso es una cualidad innata y oportuna del Director y que como hombre serio y profesional que es, y por supuesto con ese cargo superior, no me quedaba otra que estar a la altura de las circunstancias.

Nos reunimos en su oficina aquella tarde y luego de preguntarme cómo estaba y cómo iban mis vacaciones, empezó a mirar fijamente su computadora con seriedad para luego esbozar una elegante sonrisa de satisfacción y felicitarme por haber subido el promedio de mis notas. Justamente por ese motivo concreto, me dijo que me iba a recomendar para iniciar mis prácticas en el área de Imagen de la misma universidad. Me dijo que lo merecía y que confiaba ampliamente en mi buen desempeño. Me entusiasmé y me dije a mí misma que esta oportunidad era el primer peldaño para aplicar lo poco que sabía y aprender lo mucho que quería. Sin embargo, había algo que me preocupaba y eran mis horarios, pues entre clases y trabajos universitarios lo más probable es que no iba a quedar mucho tiempo para las prácticas. El Director me dijo que en cuestión de horarios, debía coordinarlo con el encargado del Área de Imagen, el joven Lucio. Me sacó una cita con él y luego de volver a felicitarme, me dijo con cierto brillo en los ojos, que confiaba en mí.

Llegué a la oficina de Lucio y me presenté con disimulada timidez  mientras le entregaba mi primer currículum. Conversamos explícitamente sobre mis horarios. Fui honesta con él y le dije que tenía varias horas de clases y de trabajos universitarios, que estaba muy entusiasmada con aprender en el área pero que sólo disponía de dos a tres horas diarias y que de presentarse algún trabajo pesado no tenía más opción que ausentarme. Estaba preparada para aceptar un sí como un no por respuesta. Para mi maldición, y ya sabrán porqué, dijo que sí. Dijo que no había problema alguno, que podía practicar ese tiempo, el tiempo que yo disponía. Que él comprendía la vida ajetreada de una estudiante universitaria y me mostró cierta empatía contándome un par de anécdotas sobre lo que había sido su propia vida de estudiante. Ese fue nuestro acuerdo verbal, yo practicaría de dos a tres horas y dependiendo de mis actividades de la universidad podía faltar sin ningún problema.

Pasaron los días y me incorporé a mi 'trabajo'. Empecé tomando fotografías a los eventos internos de la misma universidad como talleres y seminarios. Luego recopilaba datos de estos mismos eventos para sacar las notas de prensa. Entre estas dos labores también actualizaba la base de datos, organizaba algunos solicitudes y me encargaba algunas veces de las redes sociales. También acondicionaba las aulas magnas donde se iban a celebrar algunos eventos, así que muchas veces estaba del piso uno al cinco y viceversa. Posteriormente, y con mucho entusiasmo y nerviosismo, me desempeñé como maestra de ceremonia en la apertura de un evento, en el cual yo misma corregí el guión mal hecho que Lucio me había entregado. Ya en la oficina, hacía todo de acuerdo a lo que Lucio me ordenaba, y cuando sugería algo me decía que no se podía cambiar nada allí. Era inamovible.

Lucio sabía su trabajo, pero sinceramente, era muy torpe y necesitaba un apoyo de manera urgente. No redactaba con claridad los guiones, era muy lento en su trabajo, escribía información falsa en sus notas de prensa. Además de agregar que le faltaba esa chispa y ese ángel que todo comunicador debe tener. Con él como encargado, el área se comparaba a una tierra árida donde era poco probable ver nacer un fruto. Si me piden sinceridad, esas eran sus verdades. Ése era Lucio.

Sin embargo, jamás me atreví a contar eso con malicia y de hecho, jamás lo comenté con nadie hasta ahora (mediante el blog), pues considero es el momento justo y necesario. Lejos de sus defectos, sentía que teníamos una relación cordial. A veces me hacía bromas. Yo también me tomaba la libertad, qué él me había dado, de hacerle bromas. Lo que nunca dejé de hacer, y que él me imploraba no lo siga haciendo porque a sus treinta y dos años le hacía sentir viejo, era tratarlo de usted. Pensé que era una línea que no debía pasar.

Y así transcurrieron las semanas. Hubo días en los que me ausenté del área, previo aviso a Lucio, porque me encontraba ahogándome entre trabajos, proyectos y exámenes. Hubieron otros días en que practique sólo una hora. Otros días, dos y tres horas. Sin embargo, yo me sentía tranquila con respecto a eso, porque Lucio y yo habíamos hecho un acuerdo con mis horas de práctica. Hasta que llegó la semana de exámenes y presentación de trabajos finales en la que no tuve otra opción de ausentarme del área para atender todo eso. Por supuesto le dije a Lucio y me disculpé. Noté en todo momento que nuestra relación cordial se mantenía intacta. Luego de esa última semana universitaria, dejé de ir, pues otra cosa era que mis prácticas terminaban al mismo tiempo que el ciclo de la universidad. Así que en ese momento me desligue de todo.

Salí de vacaciones contenta y satisfecha de haber obtenido un buen promedio en mis cursos y de haber practicado hasta donde mis posibilidades me lo permitieron; después de todo, sentía que había aprendido y descubierto mucho más lo que realmente me gustaba hacer dentro de mi carrera.

Pasó alrededor de un mes y medio de vacaciones, cuando leí que la facultad había convocado a reunión a todo mi ciclo para tratar sobre los futuros lugares de prácticas. Este ciclo recién tenemos que practicar oficialmente de acuerdo a la malla curricular, pues la práctica que yo había hecho en el ciclo anterior no figuraba como obligatoria, si no que era de decisión libre. Esa tarde nos reunimos todos con el Director y escuchamos nuestro lugar de prácticas. Muchos con cara de decepción. Otros indiferentes. A pocos los vi satisfechos.

Luego de esa reunión, me acerqué al Director, aquel que me había felicitado en un principio y me había recomendado, para conversar sobre un asunto académico que viene y no viene al caso pero que ahora no pienso escribir porque esa es otra historia y merece ser contada en otro post. Nos sentamos en su oficina y luego de hablarle brevemente, me miró fijamente a los ojos y me dijo de forma dolida y cruel: Cualquier cosa que haga, señorita, hágalo con responsabilidad. Me han dado un informe no tan bueno de usted con respecto a las prácticas que realizó en el área en donde yo la recomendé, no por su capacidad de trabajo si no por su responsabilidad y sus faltas, y eso me ha decepcionado mucho porque yo la tenía en alta estima.

Morí en ese momento. No pensaba. No sentía. No existía. No podía creer lo que estaba escuchando. Era increíble que Lucio le haya dado un informe negativo al Director, a aquel excelente ser humano que había apostado por mi talento. Era increíble que Lucio le haya dicho que practicamente no iba al área, cuando los dos habíamos hecho un acuerdo con respecto a las horas, cuando yo le había dejado en claro que eso era lo que disponía y que podía aceptar o rechazar y pedir otra practicante que le solucione los problemas más tiempo que yo. Era increíble que no haya valorado toda mi ayuda y esfuerzo en el área. Era increíble que no me haya dicho nada a mí y que haya ido a informar de manera mentirosa y me imagino, con malicia, sobre mi desempeño. Y lo más increíble es que una hora antes de enterarme, me encontré con este sujeto en la universidad y  se acercó muy contento a saludarme con un beso en la mejilla, diciéndome que me veía bien, que lo visite por el área, entusiasmado como si fueramos dos viejos 'amigos'.

Por supuesto, no me quedé callada. Le dije al Director con el debido respeto y tranquilidad cómo había sucedido las cosas. Le hablé sobre el acuerdo de las horas entre Lucio y yo, cosa que el Director desconocía y era bastante notorio en su cara de sorpresa. Le dije que no era justo pactar las horas de práctica para luego  hacerse el desentendido y acusar  cuando uno había aceptado y había dicho que estaba bien. Pude haberle mencionado lo torpe que era Lucio pero no lo hice. No iba a caer en el mismo hoyo que él. Las cosas que le dije al Director cambiaron completamente su percepción equivocada. Me dijo que ahora que había escuchado mi parte tenía más claro el asunto. Me dio palabras de ánimo. Me dio toda la razón y sentí que esa conversación fue vital para que vuelva a recuperar la confianza en mí, confianza que había sido saboteada por un impertinente malicioso, que tal vez en su diminuto discernimiento pensó que le iba a serruchar el piso o qué se yo.

Lo cierto es que Lucio hubiera podido prescindir de mi persona si quería o necesitaba a alguien que pratique ocho o cincuenta horas. Pero no lo hizo. Fingió estar de acuerdo con mi tiempo y me pidio estar en el área para luego acusarme de no haber sido responsable con los horarios. Una total mariconada.

Ese fue el primer acto de hipocresía que he vivido en carne propia y que estuvo a punto de malograr un futuro proyecto de este ciclo. Un informe así, mentiroso y malicioso, puede ocasionar mucho daño. Además de laboral, ocasiona que una se sienta muy mal, con cólera, con tristeza. Mi papá tuvo mucha razón cuando me dijo que recién estaba conociendo el mundo, el monstruo laboral. Lo que me había pasado no era nada comparado a las mentiras que habían dicho de él mucha gente que no tenía nada mejor que hacer. Me dijo que debía tomarlo todo con calma, ser fuerte y reírme de la situación. Recordé también lo que me contó mi novio sobre su papá y los problemas que tuvo en su antiguo trabajo. Con estos ejemplos y las palabras de mis padres, mis hermanos y mi novio, me llegué a sentir renovada y con mucho más ánimo que antes de llevar a cabo mis metas. Definitivamente, una tiene que estar preparada para lidiar con personas de todo tipo que por más que vistan saco y corbata, no tienen profesionalismo, mucho menos valores.

Pd: Lucio, eres un perdedor. Al estilo de Jaime Bayly te digo: Morirás Mañana, salgo a matar.

jueves, enero 05, 2012

Carta 16



Recuerdo muy bien la última vez que nos vimos. Fue en Lima, hace siete años. Te llamé a tu casa apenas llegué, para mi sorpresa, me contestaste la llamada. Estaba nerviosa. No sabía bien qué decirte después de lo que había pasado. Pensé: ojalá no conteste. No fue así. Contestaste, y lo hiciste de la forma más natural posible. Te sentí contento. Y yo ya estaba embriaga por la felicidad de ver que no me odiabas, que aún te interesaba un poquito y que por eso me contestabas la llamada.
Conversamos un par de cosas sin importancia, yo por supuesto prisionera de mis nervios sólo te contaba los lugares que iba a visitar, los más exclusivos, en algún momento sentí que ya sabías que sólo quería llamar tu atención, porque tu no podías acceder a eso, porque vivías en el lugar menos exclusivo de Lima y paradojicamente trabajabas en el lugar más exclusivo, te codeabas con la gente de más alto nivel pero no pertenecías a ellos. Tal vez por eso yo te contaba sobre mis visitas, porque necesitaba sentirme superior a ti y de esa forma sentirme merecedora de tu perdón y de tu amor, aquel que perdí por culpa de mis mentiras.
Pero, muy a pesar de eso, me invitaste a visitarte en tu trabajo. Querías que te vea. Querías verme. Cuando te llamé, me dije y me dejé muy en claro que sólo lo hacía como una nostálgica amiga a quien no veías hace mucho, y de manera muy sutil también te lo dejé en claro. Pero tu invitación me movió todo. Tuve la vaga esperanza que podíamos salvar lo que nos unía, porque en algún momento yo era todo para ti y sentía tu apasionado deseo de quedarte conmigo para siempre. Pero yo, con deliberada indiferencia, aquello que a veces mostramos las mujeres para sentirnos más importantes, simplemente no te hacía caso y prefería alagar a otros chicos que supuestamente me impresionaban, chicos que nunca existieron, porque como ya sabrás, todo era una mentira para llamar tu atención, para ver cuan celoso te ponías y saber cuanto me querías. Así somos las adolescentes a veces, naturalmente tontas.
Al día siguiente de mi llamada, fui a tu trabajo. Era de noche y había ido con Adriana, mi mejor amiga, aquella que viste enojada porque le prometí que iría a saludarte sólo diez minutos y me quedé tres horas y ella preocupada empezó a buscarme por todo los lugares; lo que más le molestó era que yo tenía su dinero en mi bolsillo, porque en ese entonces aún no usaba cartera, y ella no podía ni siquiera comprarse un café o un helado para pasar el rato y eso la hacía sentir una tonta y a mí una pésima mejor amiga.
Aquella noche que llegué a tu trabajo, un compañero tuyo me pidió que te espere, me dijo que ya venías. Fueron los minutos más largos y ansiosos, intentaba mitigar mi situación ensayando mentalmente lo que iba a decirte y me preguntaba si ese era un buen momento para hablar de lo que había pasado, imagínate cómo estaba. De pronto te vi llegar, tan natural con una sonrisa fresca. Me saludaste con un beso suave  en la mejilla mientras ponías tu mano en mi hombro izquierdo. Nos perdimos juntos en ese momento hasta que te avisaron que ya había terminado tu horario y podías retirarte y tú tan caballeroso, como siempre habías sido, me cediste el paso mientras salíamos de allí. No sabía exactamente a dónde íbamos, pero el último lugar que pensé como escenario de ese gran momento, era la vereda de una calle, que fue donde terminamos sentados y hasta algo incómodos.
El tiempo de esa noche pasó tan rápido que cuando vi el reloj que llevaba puesto en mi mano derecha, me sentí impotente de no poder quedarme más tiempo contigo, pero más impotencia sentí porque no habíamos hablado de eso que pasó. Ninguno de los dos quiso mencionarlo. Yo no lo hice porque quizá tu mirada me advertía que no cometa la tontería de malograr ese momento, aparentemente alegre de dos amigos, mencionando cosas del pasado. Yo sé, Fran, que malogré todo. Me he detenido un momento a pensar en los recuerdos más intensos que tengo de nosotros. Y pienso ahora que debí pedirte perdón aquella noche. Perdón, Fran, por mentirte cuando tú fuiste sincero y me abriste tu corazón de la forma más pura. Pero quiero que sepas que nada fue adrede. Que las mentiras las dije producto de la emoción de ese momento, jamás imaginé que seguiríamos conversando y nacería esa mágica complicidad que nos ilusionó a los dos. No pensé con la debida calma. Si algo aprendí de nosotros fue a no hablar deprisa.
Si estás con otra persona, me alegro. No la conozco pero siento que me simpatiza. A veces pienso en ti, en especial por las noches de verano, donde me es difícil dormir y empiezo a recordar las cosas bonitas e indudablemente apareces tú.
Cuando nos despedimos aquella noche, sentí que ya no éramos amigos, que nuestra amistad se había roto para siempre. Pasaron los días y los años y nunca más te llamé. Nunca me llamaste. Yo te sigo recordando aunque tú ya no me recuerdes más. Lo sé, yo tengo la culpa de tu ausencia. Ojalá algún día leas mis escritos y sientas el cariño que aún tengo por ti.

martes, diciembre 27, 2011

Muñecos de papel

Julio, 2008.

Camila caminaba apresurada hacia la heladería cuando lo vio: él estaba parado en el centro de la pileta. Era un chico. Tendría quince, dieciséis años. Tenía el pelo negro, los ojos grandes y usaba lentes. De pronto, miró fijamente a Camila por unos segundos. Confundida por aquella mirada, Camila empezó a caminar más despacio, sintió que hubo algo que la impresionó. Entonces corrió hacia la heladería y pidió lo primero que se le vino a la mente: un cono de chocolate. Luego regresó por el mismo camino que la conducía a la pileta. Llegó hasta donde estaba aquel chico y empezó a dar vueltas en su mismo sitio, caminando despacio y lamiendo su helado sin ningún apuro. Él miró a Camila y le sonrió. Ella se sintió avergonzada. Tres o cuatro minutos después decidió marcharse de allí y olvidar su corazonada. Caminó sin saber a dónde iba. De pronto, mientras caminaba, se percató que alguien estaba a su lado, muy cerca, caminando a su ritmo.
–Hola –le dijo, avergonzada.
–Hola– dijo el chico, sonriendo tímidamente.
 Tenía la voz muy suave.
– Estabas en la pileta, ¿verdad? Seguro esperabas a alguien. – le dijo Camila, sintiendo que había sido muy directa.
– En realidad, sí, pero creo que ya no importa ahora. – dijo él–. ¿Cómo te llamas?
– Camila– dijo ella–. ¿Cómo te llamas tú?

–Leonel.

–Tu nombre es de grande, pero eres muy joven para llamarte así .

Leonel sonrió. Ambos caminaban a paso lento mientras veían sus sombras reflejadas en el suelo del centro comercial.
–¿Te gustaría sentarte? – preguntó Leonel –. En la banca aquella, señalando la que estaba rodeada de flores.
–Yo sólo me siento con mis amigos –dijo Camila.
–Sí, esa es una buena respuesta –dijo Leonel.
–Además, no somos amigos.
–No te preocupes. Yo sólo quería mostrarte mis dibujos, los acabo de terminar.
Leonel bajó su mochila de los hombros y sacó tres papeles enrollados. Empezó a abrirlos sintiéndose muy orgulloso de ellos.
–En las bancas te sientas sólo con tus amigos, pero, podrías sentarte en el suelo conmigo – le dijo a Camila–. Quiero que veas un dibujo especial.
–Bueno, está bien – dijo Camila, mientras sonreía y las mejillas se le ponían color rosa.
A ella siempre le habían gustado los dibujos a mano.
Se sentaron en el suelo, cerca a una cafetería. El olor a café les agradaba.
–Este dibujo lo hice pensando en nadie – dijo Leonel, mientras le mostraba el retrato de una niña de cabellos negros, ojos pequeños y mirada lánguida.
–Cómo, quieres decir que no es ni amiga tuya, ni de una foto, ni nada –dijo Camila.
–No, ni lo uno ni lo otro.
–Y cómo la llegaste a dibujar.
–La verdad, empecé a dibujarla casi sin darme cuenta, como si hubiera estado siempre en mi memoria, como si ya la hubiera visto antes – dijo Leonel, con un brillo especial en los ojos.
Camila se había dado cuenta la muchacha del dibujo era muy parecida a ella y se sintió extraña. A ella también le brillaban los ojos y le estallaban las mejillas. No entendía por qué Leonel había dibujado a alguien tan parecida a ella. No entendía por qué justo cuando iba a la heladería tan despreocupada, tuvo que verlo y sentir esa corazonada que la llevó a sentarse en el suelo. No entendía a toda esa gente que le había dicho que el amor a primera vista no existe.
–Camila, no quería incomodarte con esto– dijo Leonel, sintiéndose culpable de la mirada perdida de ella.
–Sólo quería enseñarte el dibujo y de alguna manera entenderlo.
Ahora Leonel se sentía extraño. Nervioso. Hablaba tartamudeando algunas palabras. Estaba seguro que la muchacha de su dibujo era Camila. Estaba seguro que el amor a primera vista sí existe.
Aquella noche, Camila no pudo dormir. Se levantó de la cama descalza. Se tocó las mejillas. Se dirigió al espejo de su tocador. Se vio fijamente a los ojos, luego los cerró suavemente tratando de buscar a Leonel. Entonces sonrió pensando en que tal vez él la estaría dibujando.

viernes, diciembre 23, 2011

Confesiones de invierno



Desde entonces tengo su imagen en mis pupilas dilatadas. Desde que se acercó tímidamente a darme un beso en la boca. Yo sentía miedo de él, de su boca y de sus besos; sumergirme en sus labios, nadar en sus adentros. Aquella noche corría vientos que golpeaban con desdén mi sentido de culpa. Él también lo hacía quizá sin darse cuenta, no entendía por qué lo rechazaba; yo tampoco. Se acercó más de una vez pero siempre adelanté mis manos en su pecho. En el último intento, me tomó las manos y me abrazó suavemente recostando su cabeza en mi hombro. Los transeúntes curiosos nos miraban sorprendidos mientras nos reíamos de nosotros mismos.

***
Mientras lamía el chocolate de mis dedos, me preguntaba qué estaría haciendo él. No lo veía desde aquel otoño taciturno, perfecto escenario que había resultado de nuestras peleas. Habíamos aprendido a contar cada uno de nuestros defectos. Lo condenaba a escucharme. Luego me invadía el miedo. De no poder detener mi lista de expectativas y desengaños, de comparaciones. Miedo de su corazón herido. Mientras seguía relamiendo mis dedos sin chocolate, me di cuenta que en realidad tenía miedo del tiempo y la distancia.

***
Lloramos mucho aquella noche. Sentados en el suelo, con las manos entrelazadas y los corazones ansiosos. Lloramos de felicidad. De Amor. Nos abrazamos el alma de tal manera que nuestros cuerpos llegaron a estorbar. Desde la ventana veía el mar puro con aguas sosegadas y luces amarillas alrededor, probablemente eran las hadas. Probablemente era la magia. Probablemente eran sus besos.

***

Prometimos pasar ése verano juntos, pero aquella tarde la promesa de cristal se rompió resonando una y otra vez en mis oídos. Su papá lo había llamado diciéndole «tienes que volver a más tardar mañana mismo». Le dije que no lo necesitaba. Intentó calmarme. No lo escuché. Colgué el teléfono y me acerqué a la ventana grande de mi sala. Miré el cielo despejado. Rompí la carta que me había escrito aquella tarde y la lanzé al viento. Luego me puse a llorar.