domingo, marzo 24, 2013

Los días contados.



Cuando Camila sintió una mano grande deslizarse por su ropa interior, tuvo la  poderosa sospecha de que la vida no era tan perfecta como sus padres le habían hecho creer. Aquella mañana neblinosa, cuando sintió la mano debajo de su ropa interior, conoció en su pequeño y frágil cuerpo la miseria humana.

Camila tenía siete o tal vez ocho años cuando su tía y su esposo visitaban su casa cada cierto tiempo. Llegaban y se alojaban en el cuarto de visitas, frente al cuarto de ella. Se quedaban tres, cuatro días. Esos días eran bastante divertidos para Camila. Escuchaba más risas de lo habitual, veía a su padre con el rostro contento por tener a su hermana en casa, y no tenía que ir a la cama tan temprano. Sus tíos resultaban moderadamente agradables, hasta ese día en que ocurrió la primera desgracia en la vida de Camila.

Camila siempre dormía en ropa interior y con un bivirí que le llegaba a la altura del ombligo. Le gustaba sentir en su piel el frío y la suavidad de su sábana rosada, estampada con la imagen de la muñeca Barbie. Luego el leve calorcito cuando frotaba ambas piernas, encorvando su cuerpo ligeramente. Su madre intentaba persuadirla pero Camila había desarrollado una capacidad de decisión sorprendente para una niña de su  edad. Capacidad que, sin preverlo, iba educando y refinando cada vez que su madre u otro individuo, en diferente situación, intentaba persuadirla. No era una niña necia, si no inteligente al exponer los motivos que la conducían a tomar sus decisiones. Aquella noche, como todas las noches, Camila durmió solo con ropa interior.

Camila dormía plácida. Soñaba con una gran multitud que coreaba su nombre mientras ella cantaba y tocaba la guitarra sobre un escenario con luces en el suelo que la iluminaban solo a ella. El cielo está cansado ya de ver la lluvia caer y cada día que pasa es uno más parecido ayer, cantaba  Camila cuando sintió una mano tocarle el trasero. La mano empezó a levantar su ropa interior dejando al descubierto su piel. Entonces la mano empezó a darle caricias en forma circular. Por un momento Camila pensó que su sueño se había trasladado a otro espacio y que habría una prolongación que le daría una explicación a lo que estaba sintiendo. Las caricias en forma circular continuaron.  Camila supuso que había mojado la cama, hábito que había desarraigado con plena decisión hace varios meses, pero que en ese momento era considerada una probabilidad. Pensó que la mano que la acariciaba podría ser de su madre. Pues nunca nadie, además de ella, la había tocado ahí. Tal vez mi mamá está intentando cambiarme de ropa interior porque me oriné, pensó. Sin embargo, las caricias a las que estaba siendo sometida le resultaban desproporcionadas, desagradables. La mano grande y áspera empezó a acariciarla con más rapidez para luego darle suaves palmadas que iban aumentando en intensidad. La situación le resultó nauseabunda. Definitivamente no era su madre. Escuchó una respiración agitada. Unos menudos gemidos. La mano abyecta explorando su trasero. Camila se sintió desdichada, confundida, vulnerable, tendida de costado en su cama, con la sábana rosada en los tobillos y  los ojos clavados en el cielo, cielo nublado que se dejaba ver desde su ventana. Aunque intentó buscar explicaciones a lo que estaba pasando, Camila supo, desde el instante en que sintió la mano en su trasero, que todo había cambiado para siempre.

Cuando se lo contó a sus padres, Camila parecía estar tranquila. Pero algo se había destruido en ella. Esa sensación, la de la mano tocando, manoseando, explorando su trasero, quedó grabada en su piel como una cicatriz que le provocaba a un tiempo dolor y vergüenza. No recuerda qué pasó luego. No recuerda a sus padres dándole una explicación. No recuerda un solo consuelo.

Solo recuerda que al mes siguiente, sus tíos llegaron a su casa y se alojaron en el cuarto de visitas. Se escuchaban risas y la cara del padre de Camila seguía con la misma expresión de alegría.

Camila llegó a la razonable conclusión de que sus padres no podían ayudarla y llegó también a la temeraria certeza de que algún día le produciría dolor al que la sometió a esos inmundos tocamientos. Con suerte, algún día te dolerá, pensaba Camila, sabiendo que ese día era lejano, lejano pero ineludible. Así lo decidió.

1 comentario:

  1. Excelente Ysabel. No dejes que el tiempo te impida escribir. Continúa practicando. Talento tienes.

    F.

    ResponderEliminar