jueves, enero 05, 2012

Carta 16



Recuerdo muy bien la última vez que nos vimos. Fue en Lima, hace siete años. Te llamé a tu casa apenas llegué, para mi sorpresa, me contestaste la llamada. Estaba nerviosa. No sabía bien qué decirte después de lo que había pasado. Pensé: ojalá no conteste. No fue así. Contestaste, y lo hiciste de la forma más natural posible. Te sentí contento. Y yo ya estaba embriaga por la felicidad de ver que no me odiabas, que aún te interesaba un poquito y que por eso me contestabas la llamada.
Conversamos un par de cosas sin importancia, yo por supuesto prisionera de mis nervios sólo te contaba los lugares que iba a visitar, los más exclusivos, en algún momento sentí que ya sabías que sólo quería llamar tu atención, porque tu no podías acceder a eso, porque vivías en el lugar menos exclusivo de Lima y paradojicamente trabajabas en el lugar más exclusivo, te codeabas con la gente de más alto nivel pero no pertenecías a ellos. Tal vez por eso yo te contaba sobre mis visitas, porque necesitaba sentirme superior a ti y de esa forma sentirme merecedora de tu perdón y de tu amor, aquel que perdí por culpa de mis mentiras.
Pero, muy a pesar de eso, me invitaste a visitarte en tu trabajo. Querías que te vea. Querías verme. Cuando te llamé, me dije y me dejé muy en claro que sólo lo hacía como una nostálgica amiga a quien no veías hace mucho, y de manera muy sutil también te lo dejé en claro. Pero tu invitación me movió todo. Tuve la vaga esperanza que podíamos salvar lo que nos unía, porque en algún momento yo era todo para ti y sentía tu apasionado deseo de quedarte conmigo para siempre. Pero yo, con deliberada indiferencia, aquello que a veces mostramos las mujeres para sentirnos más importantes, simplemente no te hacía caso y prefería alagar a otros chicos que supuestamente me impresionaban, chicos que nunca existieron, porque como ya sabrás, todo era una mentira para llamar tu atención, para ver cuan celoso te ponías y saber cuanto me querías. Así somos las adolescentes a veces, naturalmente tontas.
Al día siguiente de mi llamada, fui a tu trabajo. Era de noche y había ido con Adriana, mi mejor amiga, aquella que viste enojada porque le prometí que iría a saludarte sólo diez minutos y me quedé tres horas y ella preocupada empezó a buscarme por todo los lugares; lo que más le molestó era que yo tenía su dinero en mi bolsillo, porque en ese entonces aún no usaba cartera, y ella no podía ni siquiera comprarse un café o un helado para pasar el rato y eso la hacía sentir una tonta y a mí una pésima mejor amiga.
Aquella noche que llegué a tu trabajo, un compañero tuyo me pidió que te espere, me dijo que ya venías. Fueron los minutos más largos y ansiosos, intentaba mitigar mi situación ensayando mentalmente lo que iba a decirte y me preguntaba si ese era un buen momento para hablar de lo que había pasado, imagínate cómo estaba. De pronto te vi llegar, tan natural con una sonrisa fresca. Me saludaste con un beso suave  en la mejilla mientras ponías tu mano en mi hombro izquierdo. Nos perdimos juntos en ese momento hasta que te avisaron que ya había terminado tu horario y podías retirarte y tú tan caballeroso, como siempre habías sido, me cediste el paso mientras salíamos de allí. No sabía exactamente a dónde íbamos, pero el último lugar que pensé como escenario de ese gran momento, era la vereda de una calle, que fue donde terminamos sentados y hasta algo incómodos.
El tiempo de esa noche pasó tan rápido que cuando vi el reloj que llevaba puesto en mi mano derecha, me sentí impotente de no poder quedarme más tiempo contigo, pero más impotencia sentí porque no habíamos hablado de eso que pasó. Ninguno de los dos quiso mencionarlo. Yo no lo hice porque quizá tu mirada me advertía que no cometa la tontería de malograr ese momento, aparentemente alegre de dos amigos, mencionando cosas del pasado. Yo sé, Fran, que malogré todo. Me he detenido un momento a pensar en los recuerdos más intensos que tengo de nosotros. Y pienso ahora que debí pedirte perdón aquella noche. Perdón, Fran, por mentirte cuando tú fuiste sincero y me abriste tu corazón de la forma más pura. Pero quiero que sepas que nada fue adrede. Que las mentiras las dije producto de la emoción de ese momento, jamás imaginé que seguiríamos conversando y nacería esa mágica complicidad que nos ilusionó a los dos. No pensé con la debida calma. Si algo aprendí de nosotros fue a no hablar deprisa.
Si estás con otra persona, me alegro. No la conozco pero siento que me simpatiza. A veces pienso en ti, en especial por las noches de verano, donde me es difícil dormir y empiezo a recordar las cosas bonitas e indudablemente apareces tú.
Cuando nos despedimos aquella noche, sentí que ya no éramos amigos, que nuestra amistad se había roto para siempre. Pasaron los días y los años y nunca más te llamé. Nunca me llamaste. Yo te sigo recordando aunque tú ya no me recuerdes más. Lo sé, yo tengo la culpa de tu ausencia. Ojalá algún día leas mis escritos y sientas el cariño que aún tengo por ti.